En un país en que el transporte es uno de los problemas más significativos, los trenes se llevan la palma. Cualquier cubano sabe que los trenes son un medio de transporte muy poco fiable. Las cancelaciones son normales y los retrasos habituales. Los trenes nunca llegan a la hora. La mayoría de las máquinas son viejos cacharros con motor a gasoil que se averían contínuamente.
Hay tres tipos de trenes en Cuba. Los
lecheros son los trenes de cercanías que realizan parada en todas y cada una de las estaciones. Los regulares son trenes que paran sólo en capitales y algunas estaciones importantes. Estos dos primeros tipos de tren son lentos, viejos y sin luz ni aire acondicionado en los vagones. Finalmente los
especiales suelen ser trenes más rápidos, paran en más estaciones y funcionan mejor. Aunque en la práctica no siempre es así.
Mi tren sería un
regular. De hecho sería en el
regular que cubre el trayecto más largo existente: Santiago de Cuba - La Habana. En total, son 900 kilómetros de tren que se deberían cubrir en unas 15 horas. En realidad nadie asegura horarios de llegada en los trenes cubanos. Saldría a las 22.45 horas del sábado y llegaría a La Habana hacia las dos o las tres de la tarde. Teniendo en cuenta que mi vuelo salía a las 21.10, tenía un margen de unas cinco horas de retraso máximo.
A las 22.45 no partió el tren. Con la estación abarrotada de viajeros, se anunció una demora en la salida del mismo, pasando a las 00.45 de la noche. Santiago y Richard, seguían conmigo. "Si el tren no sale, yuma, nos vamos ahora mismo en el carro para La Habana. Manejamos toda la noche y ya". No hizo falta. A las doce y media de la noche la megafonía de la central anunció la salida del tren. Tuve que contener las lágrimas al despedirme de Santiago, y creo que a él le pasó lo mismo. "Nos vemos pronto, hermano. Cuídate." Abrazos. Sólo recordar el momento me emociona. Y luego hay quien no me cree cuando digo que dejé muy buenos amigos en este país.
Subimos al tren entre empujones, colas y en total oscuridad en medio de un calor infernal. El regular no tiene luz en los vagones. Ninguna luz más allá de las linternas de las
ferromozas - azafatas -, por lo que hay que tener mucho cuidado con el equipaje y la cartera. Los robos son habituales en estos trenes. Los amigos de lo ajeno actúan aprovechando la oscuridad total. Afortunadamente, mi compañero de butaca resulta ser compañera, una muchacha joven y un tanto reservada que adivino es bonita. No lo pude confirmar hasta el amanecer. La confianza en la persona me permitió dormitar, eso sí, agarrado a mi bolso con el dinero, pasaporte y cámara de fotos.
Con las primeras luces y tras varias paradas menores, llegamos a Las Tunas. Allí, como en todas las estaciones importantes que vendrían, docenas de vendedores ambulantes venden a través de las ventanillas y dentro de los vagones, refrescos, bocaditos y chupa-chupa. Hay que andarse con ojo con los que suben al tren. En muchas ocasiones se trata de ladrones que se llevan el equipaje de los turistas que duermen. La cosa tiene su emoción.
Tras Las Tunas y tras varias preocupantes paradas injustificadas del tren por problemas técnicos, vendría Camagüey hacia las 9 y media de la mañana. Hacia el mediodía, con un calor asfixiante, llegamos a Ciego de Ávila y más tarde a Santi Spiritus. Me dirijo al personal del tren y tras varias consultas, me dicen que llegaremos a La Habana hacia las ocho de la tarde. Salta la alarma. ¡No voy a llegar a tiempo! A partir de ese momento, mis consultas con la tripulación - a quienes les explico mi conexión aérea - son frecuentes. La idea es dejar el tren para tratar de conseguir un taxi o carro particular en las estaciones de Villa Clara o Matanzas, según el retraso acumulado. Por primera vez en todo mi viaje, estoy pendiente de horarios y de prisas.
La llegada a Santa Clara se produce hacia las tres y media de la tarde. No vamos mal. La ferromoza me cuenta que quedan dos horas hasta Matanzas. "¿Seguro que solo dos horas?" "Sí, no más de dos horas". Se equivocaba una vez más. En realidad fueron casi tres horas. Llegamos a Matanzas, a 105 kilómetros de La Habana hacia las cinco y media. De nuevo me dirijo a la tripulación y hay consenso. Con toda seguridad llegaremos a destino en dos horas máximo. Decido no bajar en Matanzas y arriesgarme. Hay un margen razonable y aunque se retrase el tren un poco más, llego a destino con el tiempo justo de coger un taxi, cruzar La Habana y llegar al aeropuerto antes del cierre del vuelo. Un poco justo pero admisible.
Sin embargo, la última parte del trayecto tenía sorpresas. Al poco de salir de Matanzas y sin motivo aparente, el tren se detiene. De la nada surge un batallón de vendedores ambulantes que a través de las ventanillas venden de todo a los viajeros. Las voces de los vendedores suenan por todas partes "¡El bocatido de queso!", "Refresquito de naranja", "Juguito de mango", "Pan caliente", "Chupa chupa"... No salgo de mi asombro. Durante más de media hora, el tren permanece detenido mientras la legión de vendedores agota sus existencias. Sólo se me ocurre pensar que estos vendedores tienen acordado con el maquinista esta parada a cambio de un pago. No tiene más explicación. El tren acumula más retraso.
Pasadas las siete de la tarde, estamos a unos 30 kilómetros de La Habana. Vamos bien. Llegaré a tiempo. Cruzando un enorme prado con vacas a uno y otro lado del tren y mientras fumo cigarrillos negros Popular sin filtro de a 7 pesos, noto como el tren comienza a aminorar su velocidad hasta que se detiene totalmente. Pasan cinco, diez, quince minutos. La locomotora se humea en un par de ocasiones, pero se vuelve a apagar inmediatamente. El tren no se mueve. "Ay mamita, se ponchó la maquina", se oye decir en los vagones. No me lo puedo creer. Estamos en medio de la nada, no hay una carretera cercana y se estropeó la máquina. La tripulación me lo confirma: Se averió. "¿Y ahora?", pregunto. "Hay que esperar a que llegue una nueva máquina desde La Habana. Se demorará dos o tres horas. Creo señor que se queda usted en Cuba hoy". Se jodió el invento.